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La guerra contra los viejos

En “Diario de la guerra del cerdo”, Adolfo Bioy Casares creó un país donde los jóvenes persiguen y atacan a los mayores. La novela vuelve como alegoría en distintos momentos de la Historia por Patricia Kolesnicov

Para Isidoro Vidal, la cosa empieza de golpe, o se da cuenta de golpe, cuando la realidad se le pone por delante y no le deja opción. Va por la calle con unos amigos, escucha un griterío, la gente mira. “Estarán matando a un perro”, dicen. Pero no, no es un perro. Es un hombre. O más exactamente: es un viejo. Y lo que da más miedo: “El bulto ese es el diarero don Manuel”. Un conocido, alguien del barrio, podría ser él. O alguno de ese grupo de amigos que protagoniza la novela.

Lo que está pasando, y de a poco va a ser natural, es que se ha desatado una guerra contra la gente mayor. Ahora que Isidoro lo vio, lo verá en todas partes. A los viejos no los levantan los taxis, no les venden en algunos negocios, los pueden atacar en cualquier esquina. Si van amigos a visitar a sus hijos, que son hombres jóvenes, los padres se esconden. En un altillo, en el retrete. Cualquiera puede atacarlos y nadie los va a defender. Así están las cosas.

El sufrimiento, sin embargo, viene de antes. Se demora la jubilación. Se viene atrasando todos los meses, así que Isidoro, que vive en un inquilinato -un conventillo- ya hace tiempo que tiene que esquivar al encargado hasta que le pagan y así se pone al día. Eso, “la pensión”, será un tema de charla y de preocupación, un primer maltrato. ¿Es que los viejos se están quedando con plata que necesitan los jóvenes?

Lo que cuento, sin embargo, no es algo que esté pasando en alguna parte del mundo en este 2024 casi 2025. Es el argumento de Diario de la guerra del cerdo, una novela que Adolfo Bioy Casares escribió en 1969 cuando tenía -¿ya se sentía viejo- 55 años. Isidoro, su personaje principal, insistirá mucho en que él no lo es pero los demás parecen no dudar que sí. Es viejo, sus amigos son viejos, se siente cansado, hay que esconderlo. ¿Qué edad tiene? Todavía -es lo único que sabemos- no cumplió 60. Pero eso es lo de menos: ¿a qué edad sí está bien despreciar, maltratar, buscar todos los medios para sacarse de encima a alguien porque “es inútil”? ¿Para qué tendría que servir un ser humano?

Algo de eso se reflexiona, en la novela, en un sueño:

“-Me pareció ver un pozo, que era el pasado, en que iban cayendo personas, animales y cosas.

—Sí —dijo Vidal— y da vértigo.

—También da vértigo el futuro —continuó Arévalo—. Lo imagino como un precipicio al revés. Por el borde asoman gente y cosas nuevas, como si fueran a quedarse, pero también caen y desaparecen en la nada”

Lo de los viejos, que somos o seremos casi todos, no es algo nuevo. Si en 1960 Bioy Casares imaginaba este escenario terrible, un año después Simone Beauvoir se ocuparía del tema en un ensayo que no es menos descorazonador: Toda sociedad tiende a vivir, a sobrevivir; exalta el vigor, la fecundidad, ligados a la juventud; teme el desgaste y la esterilidad de la vejez”, decía.

Y la filósofa apuntaba también a las jubilaciones. Atención: Francia, 1970: “Cuando se decide su condición económica parece considerarse que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso que los no activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad”.

¿Quién es viejo?
La novela de Bioy tiene, sin embargo, un cariz existencialista. La pregunta por quién es viejo la atraviesa. ¿El que tiene canas? ¿Y si se las tiñe y no se notan? ¿El que, a la misma edad, conserva su color de pelo? ¿El que siente deseo sexual? ¿Y si no es correspondido y se vuelve un acosador, un “viejo baboso”? De todo hay en Diario de la guerra del cerdo.

Uno de los personajes cree que la clave son las mujeres. “Si por más que revuelvas en tu cabeza no encontrás una sola que te guste, alarmate de veras, porque entonces llegaste a viejo”.

Hay en el grupo quien -tal vez para tomar distancia del grupo repudiado- defiende los argumentos de los agresores: “A los viejos no hay cómo defenderlos. Únicamente con argumentos sensibleros: lo que hicieron por nosotros, ellos también tienen un corazón y sufren, etcétera”, dice uno. Como si no supiera que salvarse por esa vía es un intento vano.

Isidoro toma el camino opuesto: “Que no vengan a decirnos que detrás de esta guerra hay una gran necesidad científica. Lo que hay es mucha compadrada”. Y sin embargo, según avanzan las páginas, en algún momento evita a un amigo por temor al “contagio, probable por una aparente afinidad con el medio, de la insidiosa, de la pavorosa vejez”.

No faltará quien intente un argumento psicológico: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado”.

El costado político
Claro que Diario de la guerra del cerdo no está ni pretende estar escrita en el vacío. Estos chicos que salen a cazar viejos son arengados por un tal Farrell, guía de los “Jóvenes Turcos”. Cualquier argentino entenderá el guiño: Farrell fue parte del golpe de Estado que derrocó a Ramón Castillo en 1943. Un año más tarde era nombrado presidente y su vice se llamaba... Juan Domingo Perón.

En 1969, Perón estaba en el exilio pero en la Argentina la Juventud Peronista organizaba la resistencia y ya había fundado las Fuerzas Armadas Peronistas. Quizás ellos sean los “jóvenes turcos”, en alusión a un grupo nacionalista de principios del siglo XX, que se levantó contra el sultán, gobernó el país y fue responsable del genocidio armenio.


¿Es a ellos, a los jóvenes peronistas que esperaban el regreso del Líder, a quienes teme Bioy Casares, un hombre de la clase alta argentina, coautor con Jorge Luis Borges de un cuento como La fiesta del monstruo, donde se narra una celebración del 17 de octubre y en la que el Monstruo es Perón?

Días de miedo
Eso, miedo, es lo que se extiende, como una raíz de esas que se abren y se abren, por toda la novela. A los viejos los tiran a las fogatas de San Pedro y San Pablo por diversión. O los arrojan desde la tribuna en una cancha de fútbol, porque el partido no empieza más y qué hacemos en este rato. No se confía ni en los hijos, claro. Y llegará el momento en que si un joven muestra simpatía por un viejo, lo liquiden también. “Un traidor menos”, dirá el ejecutante. La cosa es a fondo.

“Lo que me alarma es el aspecto de la ciudad, igual a siempre, como si no pasara nada”, lamentará uno de los amigos.

Y no, no va a pasar nada porque el miedo manda. Tanto que el protagonista evalúa si no será mejor dejar de andar cuidándose de que lo ejecuten y ejecutarse él, un caño a la sien y listo.

“—¿Qué tienen qué ver los viejos?

—Representan el pasado. Los jóvenes no salen a matar a los próceres, a los grandes hombres de la historia, por la muy buena razón de que están muertos”.

Va a estallar el Asilo de Ancianos, van a embestir contra los mayores en el cementerio, cuando entierren a uno de ellos asesinado, habrá piedras, vidrios rotos, palos. “Supóngase que realmente sobre el viejo inútil. ¿Por qué no lo llevan a un lugar como la gente y lo exterminan por métodos modernos?”, llegará a preguntarse alguien.

El miedo al futuro actuado como venganza hacia el pasado, la prepotencia, la crueldad, el abuso de los que se han convertido en los más débiles como forma de unión y como programa político. De esas cosas parece hablar el Diario de la guerra del cerdo. Uno de esos libros que trascienden su época y la circunstancia en que fueron creados, se convierten en alegorías y reaparecen en las más imprevistas vueltas de la Historia.

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